Para mí, la fotografía y el vídeo no son solo disciplinas visuales. Son una forma de estar en el mundo, de prestarle atención a lo que muchos pasan por alto, de capturar lo efímero y convertirlo en memoria. No se trata solo de disparar una cámara o grabar una escena. Se trata de mirar con intención. De sentir antes de observar. De entender que hay una historia latiendo en cada gesto, en cada sombra, en cada silencio.
La fotografía me ha enseñado a detenerme. A respirar hondo antes de un disparo. A encontrar belleza incluso en lo imperfecto, en lo casual, en lo cotidiano. Es mi manera de escuchar lo que no se dice, de traducir emociones en luz, forma y composición. Una buena foto no solo muestra algo: conecta. Conecta a quien la hizo con quien la ve. Es un puente entre realidades.
El vídeo me permite ir un paso más allá. Me ofrece movimiento, ritmo, sonido, secuencia. Me permite construir narrativas que evolucionan, que crecen segundo a segundo. Mientras que la fotografía es un instante puro, el vídeo es una danza entre el tiempo y la emoción. Es la posibilidad de contar no solo lo que se ve, sino también lo que se siente. Es capturar el alma de una escena en movimiento.
Ambos, foto y vídeo, son para mí formas de crear memoria, de documentar lo que pasa, pero también de expresar cómo lo vivo. Son herramientas, sí, pero también son extensión de mi manera de pensar, de mirar, de sentir. Me permiten estar presente, y al mismo tiempo, dejar un legado visual que hable incluso cuando yo ya no esté.
Porque al final, lo que más me importa no es la técnica, ni la cámara, ni el equipo. Lo que de verdad me importa es conectar con la emoción de las cosas. Con lo auténtico. Con lo que merece ser contado.